jueves, 25 de septiembre de 2008

De 1898 a 1998


Se trata del periodo que abarca una de mis antologías favoritas. Normalmente suelo recomendar obras en general, que se pueden encontrar en varias ediciones, y no un libro en concreto. Sin embargo, hoy quiero hablar de una antología tan bien compuesta que destruye las prevenciones generales que deben tenerse contra las antologías (escasa capacidad de focalización, poca profundidad genérica, tendencia a ejemplificar los rasgos generales sin resaltar las particularidades de las obras seleccionadas, creación de la falsa sensación de que la Literatura es fácilmente clasificable...) En concreto, el antólogo es José María Merino y el título del libro, Cien años de cuentos: antología del cuento español en castellano [sic] (Alfaguara, 1998).

La selección es de una calidad extraordinaria y enormemente representativa del devenir del género en el siglo XX, tanto por la cantidad de cuentos que incluye como por los estilos narrativos que el conjunto abarca. Al fin y al cabo, pueden disfrutarse hasta 91 cuentos de prácticamente cualquier autor del siglo XX que se os ocurra, de Blasco Ibáñez a Max Aub, de Umbral a Juan Manuel de Prada, de Ana María Matute a Luis Mateo Díez, Soledad Puértolas, Juanjo Millás, Unamuno, Valle - Inclán, Azorín, etc.

Todos los cuentos sin excepción alguna, son maravillosos: inquietantes, melancólicos, cómicos, de denuncia, de introspección, macabros o conmovedores, ¡hay de todo!; incluso los de autores que, a mí personalmente, no me merecen mucho crédito (y aquí entra la habilidad del antólogo), y el libro proporciona tanto placer si se lee de corrido, para ir apreciando los matices narrativos y la variación de tono, como si de un viaje en el tiempo se tratara, como si se lee de manera intermitente, hoy un cuento cualquiera cuyo título me atraiga, y pasado mañana otro.

En definitiva, un libro para tener por todas partes, en la estantería, en la mesa del salón, en el revistero o escondido en el trabajo...

La foto es mía

miércoles, 17 de septiembre de 2008

La enloquecida fuerza del desaliento


Con este verso del poeta Ángel González pueden entenderse buena parte de las emociones que lo llevaron a desgranar, a lo largo de toda su vida poética, su alma en unos versos sobrecogedores, cuya principal virtud estética parece ser la sencillez, tal vez también la sinceridad lacerante.

Ángel González es sin duda alguna uno de los poetas más conocidos dentro de ese grupo poético tan desconocido que se ha dado en llamar "Generación de los 50". Su obra poética avanzará, en términos muy generales, desde el lamento pesimista de corte existencial (en Áspero mundo, 1956) hasta el desengaño de la posibilidad de cambiar el mundo y la desconfianza en los jóvenes expresada a través de la ironía (en Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y las actitudes sentimentales que normalmente comportan, 1977 o en Prosemas o menos, 1985) y el juego lingüístico.

Sin embargo, para mí Ángel González es, ante todo, un conmovedor poeta amoroso, un cantor de lo cotidiano, un artista capaz de encontrar literatura en el prosaísmo diario, y conseguir con eficaz naturalidad un efecto sorprendente de sonido y pensamiento. Genial descriptor de la luz, sus poemas están llenos de claroscuros, de suaves matices, de ciudades inhóspitas pero habitadas de un increíble potencial humano en ternura, en sencilla convivencia, en subversión irreverente, con su tono conversacional, pero trascendente, que es marca de estilo, que traza, según avanza la lectura, renglones en el alma.

Me basta así ( de Palabra sobre palabra, 1965)

(fragmento) Si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;

ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese

Dios, haría
lo posible por ser Ángel González

para quererte tal como te quiero.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Mortal y Rosa


Lectores todos: bienvenidos de nuevo.
Lamento el retraso en publicar, desde que volví de vacaciones el día 1, pero la puesta a punto de un pequeño trabajo sobre Quevedo, la asistencia al "II Congreso Internacional Francisco de Quevedo desde la Torre de Juan Abad" y la configuración de horarios y matrículas para el máster que voy a empezar este curso me han alejado de La Letraherida.

Es muy curioso y anecdótico (se pueden almacenar estos datos como píldoras de literatura de salón) comprobar cómo funcionan las referencias literarias intertextuales en los diferentes autores. Se puede trazar una línea que relacione (de manera anecdótica) a Garcilaso de la Vega y a Francisco Umbral de la siguiente manera: Garcilaso escribe en su Égloga III "mas con la lengua muerta y fría en la boca / pienso mover la voz a ti debida" (verso 12); Pedro Salinas titula uno de sus libros de poemas La voz a ti debida (1933), los versos finales de este libro son "Y su afanoso sueño /de sombras, otra vez, será el retorno / a esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor encuentra su infinito". Mortal y rosa (1975) es el título de la mejor, desde mi criterio, obra del madrileño recientemente fallecido Francisco Umbral.

Con la etiqueta de "escritor de derechas" (????) a cuestas, Umbral es autor de una ingente obra (y titular de un sobrecogedor palmarés) de más de cien títulos que toca todos los géneros literarios. Sin embrago, es en Mortal y rosa donde podemos apreciar el Umbral más entregado a la escritura perpetua, de talento literario más acendrado, esta novela lírica y autobiográfica que nos trae los pensamientos de un padre a punto de perder a su único hijo debido al cáncer (lo que efectivamente sucedió) es la sensibilidad pura hecha letra, la mejor manera de recibir un melancólico impacto de ternura y mordacidad. Umbral destila lo mejor de su literatura en estas páginas, empleando todo su talento en los recursos que harían famoso su estilo (las metáforas retorcidas, conceptistas y greguerescas, la enumeración sugerente y caótica, la adjetivación sucesiva) para lograr un texto que, aparte de su sentimentalidad conmovedora, impresiona por su gravedad expresiva, por su calidad literaria, por ser una obra de arte redonda y perfecta, pero a la vez, cálida, emotiva, enriquecedora.

Quisiera explicarte, hijo, lo que tú ya no ves, lo que ya no te ve, quisiera explicarte la luz de este otoño, o el olor salvaje de este viento frío, todo lo que contigo hubiera sido la estructura del presente, y que sin ti ni siquiera existe, sólo es una alusión indeseable y obstinada a cosas ya vividas. En la penumbra del mundo, en el reino del frío, ilumino ámbitos de tu vida, aquella escuela con sol y sombra adonde fuiste por poco tiempo, aquella tarde de marzo en que eras un niño entre los niños, y temí perderte entre ellos, cuando me angustió la evidencia de que tu voz y tu grito pudieran equivocárseme con otras voces y otros gritos, niño confundido con el bosque de la infancia.

La fotografía es mía